Durante años, a la Fiesta Nacional del Queso le faltaron los quesos. Nunca fallaron del todo, pero la estrella del acontecimiento fue cediendo territorio a productos foráneos y a supuestas artesanías fabricadas en serie, en Bolivia y China. Entonces, degustar un queso de Tafí en el festival que lo celebra terminó convirtiéndose en un detalle insustancial o, lo que es peor, en una misión imposible.

La edición de este año, la número 45 de la historia, toma nota de ese contrasentido. Al menos es lo que intenta la pequeña muestra denominada Museo del Queso, que exhibe los utensilios usados en la fabricación artesanal de quesos y quesillos, fotografías y un documental. Dicen los memoriosos que nunca hubo un espacio cultural de esta naturaleza en la Fiesta del Queso. Entonces, bienvenida sea la exposición hecha en casa -con cariño- ubicada a la entrada del complejo Democracia.

Con afecto
La intención de volver al espíritu original del festival tiene una lucha larga por delante. Ocurre que, pese a los estímulos y buenos deseos, aún escasean los queseros y artesanos genuinos, y, en general, los puestos para la venta no invitan precisamente a comprar.

“Hacemos todo a pulmón, pero con mucho afecto”, explica Jorge Yapura Astorga, el intendente tafinisto preocupado por devolver la impronta autóctona a la fiesta que comenzó el jueves y termina hoy.

La pérdida y el rescate de los valores locales son dos fuerzas enfrentadas desde hace siglos en el territorio de los valles calchaquíes. Y la Fiesta del Queso pone de manifiesto esa tensión que es, a la vez, una búsqueda de equilibrio que inquieta a todos los pueblos del mundo globalizado.

El encanto del festival pasa, entonces, por advertir esa confluencia de culturas y de tiempos culturales que hace posible la cohabitación de choripanes ($ 25) con “shawarmas” ($ 30); de “Pancho” Figueroa y “Polo” Román, el 50% de Los Chalchaleros, con un ballet de canarvalito moderno y electrónico, y de Celia de Andrade, la Pachamama 2012-2013, con una barra de tragos decorada con luz negra y denominada “La Taberna de Moe”.

El vino se va
Aún con esos contrastes, la Fiesta del Queso no defrauda a los que en estos días suben o bajan de Tafí buscando los sabores típicos. Los hornos de barro ubicados discretamente al final del predio garantizan empanadas distintas (a partir de $ 70 la docena). Pero también hay humita en chala y al plato; locro; carnes asadas; postres con nueces cosechadas en el valle; dulces regionales y masas árabes (estas últimas deben ser atrapadas mientras el vendedor ambulante pasa con su bandeja).

Por supuesto que también hay pizzas ($ 50 la grande) y hamburguesas ($ 30), y algodones de azúcar, y mucho fernet con coca ($ 25 el vaso pequeño y $ 45 el vaso de un litro). En algunos ranchitos ofrecen chicha de uva elaborada en Cafayate y otras casetas preparan tragos tropicales, y todo confirma que el vino ya no tiene la demanda de antes.

Matar el tiempo
Las jornadas del jueves y del viernes demostraron que la fiesta pasa, sobre todo, por el movimiento del escenario “Rosita e Isidora Álvarez de Guanco”. Las propuestas de folclore contemporáneo y el clásico; el canto vernáculo y la música vallista se suceden sin pausa desde más o menos las 22 hasta la madrugada. En la cartelera caben todos -los de aquí, los de allá y los de más allá también-, pero las presentaciones “picantes” suelen dejarse para el final. Aquello sucedió con Los Tekis, en la jornada inaugural del festival, y, al día siguiente, volvió a pasar con Sergio Galleguillo.

A menos que la agenda de los artistas obligue a otra cosa, esta noche se concretará la esperada presentación de Soledad y del Chaqueño Palavecino.

“La espera es la parte más difícil”, admite “Pancho” Figueroa en la carpa reservada para los músicos. El ex chalcha mata el tiempo acompañado por un whisky y con la mirada pensativa. Su compañero en el dúo formado hace un par de años, “Polo” Román, parece más dado a las relaciones sociales.

De vez en cuando, las estrellas posan para la foto y después vuelven a apagarse. Por la cortina de plástico que hace las veces de puerta entran y salen ayudantes, organizadores y folcloristas. Los artistas viejos aún visten de gaucho y los jóvenes se presentan de jean. La brecha generacional está a la vista, pero todos sufren por igual las inclemencias del reloj.

Palabras de amigos
Hay que saber mantener al público vivo, despierto y expectante durante una noche larga y fresca cubierta por un cielo siempre a punto de soltar una lluvia aguafiestas. Para eso están ellos, “los amigos de la palabra”. Sí, la misión de mantener el show en pie está a cargo de un equipo de tres locutores-animadores-presentadores que se distinguen del resto por el traje y la corbata; los pasos apurados y los papeles revueltos. Su tarea consiste en llenar el silencio que acaece entre la entrada y la salida de los músicos. Dicha función se complejiza en la medida en que avanza la jornada, y copleras y solistas son reemplazados por conjuntos con numerosos requerimientos técnicos e instrumentos.

“Los amigos de la palabra” alientan al público y elogian a los artistas con una voz crecida que llega hasta Acheral. De ellos depende que la fiesta no decaiga; que los bailarines se animen a zapatear y que la concurrencia se sienta integrada en el ritual folclórico. Sus gargantas avisan que falta poco para Galleguillo; que Las Voces de Orán ya llegaron al predio; que Domingo Amaya, intendente de San Miguel de Tucumán, está presente en el sector de la “very important people” y que nadie puede irse sin visitar el Museo del Queso. “Los amigos de la palabra” son el puente que conecta a todos con todos para que la larga espera esté bien acompañada.